domingo, 23 de diciembre de 2012

La niña de la bicicleta


Siempre me ha gustado conducir. Cuando era niña la única manera que se me ocurría para hacerlo era montando en las bicis que me prestaban mis amigas. Así, imaginaba que el paseo peatonal de mi barrio era una carretera, y le pedía a mi padre que me explicase las normas de circulación, para luego ponerlas en práctica en mi particular juego, que consistía en circular por la derecha, dar vueltas a algún árbol simulando una rotonda y pararme en los cruces. Lo que más disfrutaba de aquellos paseos era la sensación de velocidad, de control y, sobre todo, de libertad.

En cuanto cumplí los dieciocho años me saqué el carné de conducir. Y a los diecinueve ya tuve mi primer coche. He conducido mucho desde entonces, y lo he hecho con la pasión y el respeto que siempre sentí por la conducción. Pero actualmente sólo utilizo mi coche en contadas ocasiones, ya que habitualmente me muevo por la ciudad en bicicleta.

En alguna ocasión he comentado que no sé muy bien de dónde surgió la idea de montar en bici y desplazarme por la ciudad como ciclista urbana. Pensaba que simplemente fue una ocurrencia, algo que quería poner en práctica fuera como fuese, y que probablemente tenía que ver con las ganas de hacer deporte al tiempo que contribuía a restar contaminación al ambiente. Pero según voy escribiendo esta nota creo estar descubriendo cuál es el verdadero origen de aquella idea.

Hace unos días, mientras pedaleaba de camino al trabajo, me sacudió un golpe de aire en la cara trayéndome recuerdos de aquellos paseos de mi infancia y, a modo de flashback, me vi como aquella niña que, montada en una bici prestada, imaginaba que circulaba por carreteras ficticias. Me embriagó la emoción de aquel recuerdo y continué mi trayecto agradecida por el regalo que me había hecho mi memoria.

A menudo en las conversaciones entre adultos solemos comentar con nostalgia lo bueno que sería que nunca perdiésemos esa parte de la inocencia, la novedad, la ilusión, la sencillez y la alegría que tenemos cuando somos niños. Ahora, más de veinticinco años después de aquellos jugos infantiles, sé que aquella niña sigue en mí: es la que se sube en la bici cada día a pedalear por la ciudad.