Siempre me ha gustado conducir. Cuando era niña la única
manera que se me ocurría para hacerlo era montando en las bicis que me
prestaban mis amigas. Así, imaginaba que el paseo peatonal de mi barrio era una
carretera, y le pedía a mi padre que me explicase las normas de circulación,
para luego ponerlas en práctica en mi particular juego, que consistía en
circular por la derecha, dar vueltas a algún árbol simulando una rotonda y
pararme en los cruces. Lo que más disfrutaba de aquellos paseos era la
sensación de velocidad, de control y, sobre todo, de libertad.
En cuanto cumplí los dieciocho años me saqué el carné de
conducir. Y a los diecinueve ya tuve mi primer coche. He conducido mucho desde
entonces, y lo he hecho con la pasión y el respeto que siempre sentí por la
conducción. Pero actualmente sólo utilizo mi coche en contadas ocasiones, ya
que habitualmente me muevo por la ciudad en bicicleta.
En alguna ocasión he comentado que no sé muy bien de dónde
surgió la idea de montar en bici y desplazarme por la ciudad como ciclista
urbana. Pensaba que simplemente fue una ocurrencia, algo que quería poner en
práctica fuera como fuese, y que probablemente tenía que ver con las ganas de
hacer deporte al tiempo que contribuía a restar contaminación al ambiente. Pero
según voy escribiendo esta nota creo estar descubriendo cuál es el verdadero
origen de aquella idea.
Hace unos días, mientras pedaleaba de camino al trabajo, me
sacudió un golpe de aire en la cara trayéndome recuerdos de aquellos paseos de
mi infancia y, a modo de flashback,
me vi como aquella niña que, montada en una bici prestada, imaginaba que
circulaba por carreteras ficticias. Me embriagó la emoción de aquel recuerdo y
continué mi trayecto agradecida por el regalo que me había hecho mi memoria.
A menudo en las conversaciones entre adultos solemos comentar
con nostalgia lo bueno que sería que nunca perdiésemos esa parte de la
inocencia, la novedad, la ilusión, la sencillez y la alegría que tenemos cuando
somos niños. Ahora, más de veinticinco años después de aquellos jugos
infantiles, sé que aquella niña sigue en mí: es la que se sube en la bici cada
día a pedalear por la ciudad.